Santa Teresa es un pequeño pueblo ubicado en la península de Nicoya, a 200 kilómetros de San José, la capital de Costa Rica, que, con sus playas hermosas playas y tranquilidad, se transformó en un barrio argentino por la gran cantidad que viajaron y la adoptaron como su casa.
La manera más rápida de llegar hasta aquí es en ferry o avioneta desde San José, a menos de 200 km.
Una carretera es la columna vertebral del pueblo por donde transitan decenas de cuatrimotos.
A un lado, empinadas cuestas conectan con verdes montañas y al otro, una zona selvática de grandes árboles da entrada a una playa sin fin de furiosas olas.
El surf y la naturaleza cautivó a cientos de argentinos que llegaron y no se fueron más, todo potenciado por la pandemia de coronavirus y la posibilidad de trabajo remoto.
Favio López, intendente de Cóbano, opinó que los argentinos vienen a cubrir carencias de parte de la población local «como el no dominar un segundo idioma para atender a los visitantes», pero también ve un punto negativo en su presencia porque la mayoría «no le aporta nada al Estado».
«La mayoría de argentinos que trabajan en la zona están contratados de manera informal y algunos trabajan solo por las propinas. Usan el sistema del pueblo pero no tienen permiso de trabajo ni cargas sociales», explicó.
Uno de los temores más recurrentes entre quienes viven en Santa Teresa es que, de algún modo, la zona pueda «morir de éxito» y que el entorno natural se vea perjudicado por la llegada cada vez mayor de turistas.
«Santa Teresa es como una pequeña Argentina, literal. Acá se encuentra un argentino cada 5 o 10 metros», resumió Daniel Sánchez, un masajista tico que trabaja en el pueblo.
«El argentino es amable y el tico también, no hay choque de culturas. Quizá pensamos que no son problemáticos, que se van a la playa y se toman unas cervezas, está todo bien», agregó.
Alejandro Morales, uno de los argentinos veteranos en el pueblo y quien es conocido como «el ché», llegó tras la crisis de 2001 que golpeó duramente a su país. «Venir aquí me hizo cambiar mi forma de ver todo. Yo digo que ya soy ‘argentico’. Si me alejo mucho de la playa, no me hallo. Realmente, me adapté y me adoptó», sintetizó.
Luciano Otabiano, músico de profesión pero que regenta un negocio de algo tan típico como los «choripanes» llamado Chori Not Dead, llegó en 2012. «Acá no necesitas más que un pantalón y una remera, y la sensación es de libertad y tranquilidad. La forma de ser del tico, sus tiempos… es de ‘llego a las 10’, pero son las 11.30 y no te estresas. En Argentina llegarías a las 10 en punto, pero aquí… pura vida», señaló.
«Es la conexión de mar, arena y selva lo que nos atrae. No es como en Argentina, que vas a la playa y tienes sombrillas y gente amontonada. La verdad que acá se vive como en ningún lado», indicó Juan Aragona, un joven de Buenos Aires que llegó a Santa Teresa hace 10 años.
Matías Etchenique, quien coordina a los guardavidas voluntarios en la playa, llegó al pueblo en 2005 atraído por las olas. «En Argentina hay muchos surfistas pero no tenemos clima tropical ni océano Pacífico. Yo vine para surfear, pero después me di cuenta de que no quería esto solo de vacaciones, sino todo el tiempo», explicó.
Por último, el intendente López reconoció que en el último año «promotores inmobiliarios extranjeros muy poderosos invirtieron en compra de terrenos por más de US$200 millones en todo el distrito».
«Esto me preocupa. Es que no será sencillo equilibrar el desarrollo con la conservación de la zona. Igual todos los proyectos deben cumplir requisitos en cuanto a su impacto en el terreno y no sobrepasar una altura máxima de dos o tres pisos», agregó.
«Queremos seguir siendo exclusivos. El turista que llega paga entre US$200 y US$800 la noche en un hotel. Para mantener ese tipo de clientes de nivel adquisitivo medio-alto, lo importante es conservar la naturaleza que nos hace atractivos», finalizó López.